Gobernado por un presidente benévolo, bienintencionado y debidamente elegido, llamado Ernest Bai Koroma, cuyo principal objetivo es reconstruir el país tras el caos y la devastación de una guerra que afectó a todos y que todos parecen querer olvidar, la verde y exuberante Sierra Leona parece un lugar tranquilo en el que las tensiones, si es que existen, consisten en las batallas diarias de la gente para salir adelante. Las únicas rivalidades sociales visibles son las de los equipos europeos de fútbol que cada uno -por motivos misteriosos- decide apoyar. Es difícil encontrar un coche que no lleve una pegatina en la que proclama su fidelidad al Manchester United, o al Arsenal, o al Chelsea, o al Barcelona, o al Real Madrid. Un taxista con el que hablé me dijo que era del Real Madrid, pero que su madre era del Barcelona. "Tenemos grandes peleas sobre ello mi madre y yo", dijo sonriendo.
En Soldiers of light, un oficial del ejército británico se muestra pesimista sobre las posibilidades de que el país cree una sociedad ordenada y funcional "en 300 años", pero luego dice: "Podríamos aprender mucho de ellos. De su bondad". El oficial formó parte de una gran fuerza que Tony Blair envió a Sierra Leona para poner fin a la guerra civil. Uno de los pocos casos de "política exterior ética" en la historia, y salió bien. El comentario del oficial, que deja patente su desesperación por la pobreza, el caos y la corrupción omnipresentes, pone de relieve la esencia del gran misterio de África: la extraordinaria capacidad de bondad que existe al lado de toda esa miseria y esa violencia. Y esa bondad se expresa, sobre todo, en la capacidad de perdón que tiene la gente. El salvajismo también es una constante en el resto de la especie, por ejemplo en Europa durante el siglo XX. Pero los africanos son los únicos que parecen capaces de superar rencores, perdonar y olvidar. Mientras en los Balcanes, donde todavía recuerdan con amargura batallas libradas en el siglo XIV, o en el País Vasco, o en Irlanda del Norte el revanchismo pugna sin cesar con la necesidad de reconciliación, en África están los ejemplos de Ruanda, donde hutus y tutsis viven en paz tras un genocidio en el que murieron casi un millón de personas, y Sudáfrica, donde la población negra perdonó a los blancos después de haber sufrido siglos de indignidades racistas que rozaban la esclavitud. Una de las explicaciones es que la pobreza obliga a los africanos a ser prácticos. Si lo que está en juego es la supervivencia, uno no puede permitirse el lujo de recrearse en los viejos agravios. Pero otra razón, más profunda, y en cierto modo relacionada con la primera, me la dio un preso insólito en Pademba Road.
Su nombre (también insólito) era Simon Hayman-Goldsmith. Era negro, pero ahí acababa toda semejanza con los demás presos. Británico, chisposo, elocuente, había estado estudiando para obtener un máster en administración de empresas en Inglaterra cuando tuvo la desafortunada idea de ganar un poco de dinero extra transportando cocaína desde Sierra Leona, un puerto de paso para las drogas colombianas destinadas a Europa. Él confirmó que la sensación de seguridad que me había dado la prisión no estaba equivocada. "Nueve guardias sin armas, 1.300 presos y prácticamente ningún problema, prácticamente ningún peligro. ¡África es asombrosa!". Sobre todo porque, como dijo, hay muchos motivos para el resentimiento. Muchos de los presos, me contó, estaban en la cárcel por razones injustas, bien por delitos que no habían cometido, bien porque les habían otorgado condenas desmesuradas, bien porque pasaban mucho tiempo tras las rejas en espera de juicio. "Lo que pasa", explicó Simon Hayman-Goldsmith, para darme su respuesta al enigma africano del perdón, "es que la gente, aquí, vive absolutamente en el presente. Olvidan el pasado, así que olvidan lo que sucedió. Y el futuro también tiene poco significado. Viven aquí y ahora, y nada más".
En teoría, los aproximadamente 140 presos reunidos para un servicio en la capilla de la prisión, al que asistimos por insistencia del capellán, estaban preparándose para el más allá. En la práctica, estaban disfrutando del momento. Era la religión como espectáculo: todos cantaban, bailaban, daban palmas, se movían y gritaban, dirigidos por un ministro de la escuela de histrionismo ("¿Sois felices?". "¡Sí!". "¿Estáis contentos?". "¡Sí!") de los baptistas sureños de Estados Unidos. ¿Tendrá su origen allí, en América? ¿O lo llevaron los esclavos desde África? O, en el caso concreto de Sierra Leona, una colonia fundada por esclavos devueltos desde América por los británicos a finales del siglo XVIII (de ahí Freetown, "ciudad libre"), ¿lo llevaron allí y luego lo volvieron a traer? Fuera como fuera, les vino bien. Estos fieles tenían un hambre de alimento divino no siempre visible en los fieles que van a misa en los barrios burgueses europeos. La capilla era el único sitio de la prisión en el que se había invertido en la estética. Unos pequeños cuadros enmarcados seguían a lo largo de las paredes la pasión de un Jesucristo negro acompañado de su madre María. En otro cuadro, tras el altar, un Jesucristo blanco, y a su lado, un gran cuadro de san Pablo en una celda, rezando, observado por un guardia con uniforme de soldado romano. En la parte de abajo del cuadro había una frase de la carta de Pablo a los filipenses: "Regocijaos en el Señor. Otra vez digo, regocijaos...". Los presos se regocijaban con el entusiasmo de unos hinchas de fútbol cuyo equipo acaba de ganar la liga. La religión es un fenómeno que está desvaneciéndose, o volviéndose mecánico para algunos de los que todavía practican, en los países ricos europeos, pero posee un valor diferente para la gente que no tiene nada; en el caso de estos africanos, los alejaba de la implacable crudeza de su vida en la cárcel y les infundía, aunque fuera de forma provisional, un sentimiento de dignidad, triunfo y esperanza.
Algo muy parecido habría latido en los corazones de los fieles que adoraban a Alá en la minimezquita que hay dentro de Pademba Road. Y la misma tolerancia también. Cuando le pregunté a un guardia sobre las posibles tensiones entre presos musulmanes y cristianos, me respondió con una mirada francamente perpleja.
El presidente de Sierra Leona es cristiano; el vicepresidente, musulmán. Todas las ceremonias oficiales del Gobierno comienzan con oraciones de las dos religiones dominantes del país. Los matrimonios mixtos son habituales y, por lo visto, sin tensiones. Uno de los muchos taxistas con los que hablamos Fernando y yo tenía una pegatina en el salpicadero que decía: "La sangre de Jesús es mi arma". Sin embargo, era un musulmán devoto, y bastante severo, que sometió a sus dos pasajeros infieles a un interrogatorio duro -y cada vez más preocupado sobre su fe en Dios. Pero tampoco era wahhabita, y nos sorprendió con algunas herejías que, si hubiera estado en Arabia Saudí, le habrían hecho aterrizar bastante deprisa en el Pademba Road de Riad. ¿La diferencia entre el cristianismo y el islam? "No son más que palabras. Distintos métodos de adorar a Dios", respondió. ¿Y si un cristiano se enamora de una musulmana? "Si una mujer musulmana se casa con un cristiano, debe hacerse cristiana. Si el hombre es musulmán y ella es cristiana, debe hacerse musulmana".
Está claro que todavía queda mucho por hacer en materia de derechos de la mujer en Sierra Leona, aunque sí oí decir que en ocasiones, con matrimonios mixtos de este tipo, se celebran dos ceremonias religiosas, una en una iglesia y otra en una mezquita. También me enteré de que están penetrando por el norte "influencias árabes" que amenazan con radicalizar a los musulmanes y complicar su relación, hasta ahora tranquila, con los cristianos. Eso podría ponerles las cosas más difíciles a las prostitutas que se ofrecen alegremente junto a los bares de la playa. Si las cosas cambian, serían candidatas a ser lapidadas. Ahora, en cambio, no parece que ningún hombre se sienta ofendido. Las mujeres tienen que sobrevivir, como todo el mundo.
La hora de la comida en la sección de la cárcel en la que estaba Abdul mostró un aspecto menos benigno de la vida en prisión. El capellán se fue y el guardia, reacio a entrar en la galería donde estaban encerrados los presos en espera de juicio, nos dejó que campáramos por nuestros respetos. Ya se había formado una cola frenética en las puertas de metal de una mazmorra oscura y los presos mayores decidían cuánto se servía a cada uno primero. Un preso murmuró: "Ni un perro querría comerse esto". Pero todos se lo comieron, y con ansia. Con las manos, en cuclillas, medio desnudos sobre el suelo del calabozo, en cuencos de plástico. La comida era arroz con hojas de patata espolvoreadas. Cada preso recibía un botellín de plástico de agua, un agua sucia que a Fernando y a mí nos habría hecho enfermar, pero que todos los presos atesoraban y bebían a sorbos, con enorme sentido del ahorro, durante todo el día y la noche, hasta que les llegara el siguiente botellín 24 horas después. A cada lado del calabozo había filas de celdas pensadas para dos personas, pero en las que dormían ocho. No fue la primera vez, en mis años de viajar por África, que me impresionó -mejor dicho, me abrumó la resistencia de los africanos, su capacidad de seguir adelante en condiciones que a los europeos les parecerían infrahumanas, su infinita capacidad de adaptación y aguante.
Por fin nos encontramos con Abdul Sesay en una celda grande, como la cuarta parte de una pista de tenis, en la que dormían 60 personas. Era menudo, con un rostro de niño, marcado de acné, y unos ojos tristes. Su padre (también el suyo) había muerto en la guerra; su madre, de enfermedad (la edad media de mortalidad en Sierra Leona es hoy 42 años, frente a 39 durante la guerra). "Vivía con mi abuela en la aldea, pero me dijo que me fuera porque no tenía dinero para cuidarme". Eso pasó en 2003, cuando Abdul tenía 9 años. Desde entonces estaba en Freetown, trabajando en lo que le salía, llevando cestos en el mercado, durmiendo de noche dentro de un automóvil en un cementerio de coches a las afueras de la ciudad. ¿Por qué estaba en Pademba? "Alguien robó una radio y me la dio. Yo no sabía de dónde procedía, pero la policía me la encontró encima y me acusó del robo". Mientras Abdul hablaba, Fernando le metió una píldora roja en la boca. Era para combatir las erupciones de sarna que le cubrían la mitad del cuerpo. Y tenía muchas más enfermedades, dijo Fernando. "Me siento mal todo el tiempo. Me como la comida porque no tengo más remedio. Tengo miedo de algunos presos". Cuando dijo eso miré detrás de él, donde había dos tipos musculosos vestidos con camisetas de malla, unos matones carcelarios típicos, que nos observaban por el rabillo del ojo. Intenté no tenerles miedo yo también. ¿Por qué había ido a parar a una cárcel de adultos? Abdul se bajó el pantalón para mostrarnos un vello púbico precoz. "El policía me miró y dijo que estaba mintiendo, que no tenía 16 años, sino 19". No tenía por qué sacar esa conclusión, ¿verdad? "No, pero había presiones de los demandantes". ¿Pagaron al policía? Abdul no respondió nada. Pero bajó la vista y, con un gesto como de ir a llorar, asintió. ¿Alguna esperanza de salir? Sí, dijo. El viernes comparecía ante el juez. El fiscal podía ofrecerle salir con fianza. Le habían dicho que podría ser de 50.000 leones, que equivale a la espléndida suma de 10 euros. Fernando y yo nos miramos y decidimos en silencio que íbamos a intentar sacar a Abdul de allí.
Mañana tercera parte y final.
1 comentario:
De verdad que hay mucho que aprender de ellos...
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