miércoles, enero 12, 2011

El infierno en la tierra 3 Parte

Este es un reportaje publicado en el diario el Pais de España lo voy a poner en tres partes porque es bastante grande espero lo comenten.


Después de salir de la prisión fuimos a ver a una abogada. Exigió permanecer anónima, pero nos explicó bastantes cosas. "En Sierra Leona, si uno no tiene dinero, no puede obtener justicia", dijo. También destacó que si uno tiene dinero, puede conseguir que vaya a la cárcel una persona que piense que le ha hecho algo malo, aunque solo tenga una sospecha. "A las personas vulnerables las atropellan", dijo. Y la corrupción está presente en todo el sistema. Afortunadamente, el Gobierno está alarmado por el problema y quiere crear, básicamente con dinero británico, un sistema creíble y eficaz de defensores de oficio. El motivo de su alarma es que la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, establecida tras la guerra con ayuda de la ONU, llegó a la conclusión de que la mejor manera de evitar que se repitiera la pesadilla que había sufrido el país cuando un ex cabo del ejército llamado Foday Sankoh se levantó en armas contra el Gobierno era combatir la idea generalizada de que en Sierra Leona no existe justicia para los pobres. Sankoh, que dirigía un grupo rebelde lleno de niños soldados al que dio el grandilocuente nombre de Frente Unido Revolucionario, había pasado siete años en Pademba Road por su presunto papel en un motín del ejército mucho antes de convertirse, a finales de los noventa, en el criminal de guerra más famoso del mundo. Según la abogada, la Comisión de la Verdad concluyó que el resentimiento que Sankoh sentía por la injusticia que consideraba que se había cometido con él y con otros líderes del FUR (con nombres como Rambo, Superman y Coronel Salvaje) había sido el motor que le había llevado a desencadenar aquel baño de sangre. El hecho de que, en el caso de Sankoh, el grito exigiendo reformas hubiera dado paso enseguida a la codicia y la obsesión por adquirir diamantes (una situación dramatizada en el film de Leonardo DiCaprio Diamante de sangre, situado en Sierra Leona) no negaba la necesidad de acabar de raíz con la injusticia endémica. "El Gobierno comprende", dijo la abogada, "que si no tenemos un sistema de justicia como es debido, tarde o temprano nos encontraremos con otra rebelión, otro Sankoh".

Sankoh fue detenido en 2000 -una detención que suscitó celebraciones en todo el país e imputado por 17 cargos de crímenes de guerra. Pero antes de que fuera a juicio murió en la cárcel de un derrame; el destino le concedió, en palabras de un fiscal de Naciones Unidas, "un final pacífico que él había negado a tantos otros".

El hotel en el que me alojé fue construido por una empresa china y es propiedad de ella; la empresa es una de las muchas que están explorando África y prácticamente recolonizándola en busca de materias primas que alimenten su celebrado milagro económico. De los cinco canales de televisión disponibles en las habitaciones, dos eran chinos. (Y no solo en el hotel; a la entrada de la prisión había visto a un guardia pegado a un culebrón chino que era imposible que entendiera). En las paredes de los pasillos del hotel había fotografías enmarcadas de edificios relucientes, llenos de cristal, luces de neón y metal, en Pekín y Shanghái. En especial, las imágenes del espectacular nuevo aeropuerto de Pekín representaban (dado que el aeropuerto de Freetown es una especie de chabola grande) un mensaje a la población local rayano en el insulto, como si les restregara en la cara su ignominia económica.

Sin embargo, cuando me fui a tomar una cerveza junto a la piscina del hotel, presencié una pequeña escena que me recordó algo que, en estos días de crisis económica, solemos olvidar: que no solo de pan vive el hombre. Tres chicas nativas de Sierra Leona, de unos 20 años, retozaban en biquini por donde no cubría, moviendo las caderas de acuerdo con un ritmo que solo ellas oían, chillando, gritando, dando carcajadas. Pronto se les unió un joven negro de músculos espectaculares y, tras una breve charla de presentación, se puso por turnos a cogerlas por la cintura, o agarrarles los muslos, o llevarlas a caballo. Aparecieron dos chinos, seguramente directivos del hotel. De mediana edad, llevaban el pantalón hasta el ombligo y sandalias con calcetines grises. Se sentaron en unas tumbonas de plástico, se pusieron las manos detrás de la nuca y contemplaron en silencio el espectáculo, como en trance, durante media hora. ¿Qué les estaba pasando por la cabeza? Quizá es demasiado imaginar que estuvieran pensando en que, después de todo, Dios es justo, que comparte las riquezas con más equidad de la que a veces creemos, con nuestra obsesión por los datos de crecimiento económico y los tipos de interés; que África, despreciada y considerada un continente perdido, tal vez tenga algo que enseñar a los tigres asiáticos; que la vida es corta y quizá tenga sentido disfrutar -saborear- nuestro tiempo sabiendo que, muy por encima del ciego deber de ganar dinero, las mejores cosas de la vida son gratis; que en África existe un principio del placer, una dimensión de alegría y sensualidad que China, la admirada China, no ha sido capaz de ver. Seguramente, los dos caballeros chinos no pensaron en todas estas cosas durante su ensoñación tropical junto a la piscina; pero quizá deberían haberlo hecho.

Al día siguiente de visitar la prisión fuimos a la sede de los juzgados, un impresionante edificio construido hace 100 años por los colonizadores británicos. Nos sirvió de ensayo para nuestro plan de sacar a Abdul el día posterior. El truco consistía en convencer a un par de habituales del juzgado, en nuestro caso un joven periodista y un señor mayor que se identificó como "presidente del tribunal", y conseguir que fueran garantes de la fianza. A cambio de sus servicios, que incluían hacer un trato con el fiscal del caso (que era además policía), pagaríamos 160.000 leones por chico. La fianza en sí no era más que 50.000 cada uno, pero había que comprar a varias personas.

Fernando voló de vuelta a casa esa noche, y me quedé yo a ocuparme de Abdul al día siguiente. Esa misma tarde, Fernando había visitado un par de instituciones que cuidaban de jóvenes sin hogar para ver si podían acoger a Abdul en caso de que saliera en libertad, pero no se pudo. Había demasiados impedimentos burocráticos, y Pademba Road tampoco era buena tarjeta de visita. Yo iba a tener que intentar alguna otra cosa al día siguiente, como pedir ayuda a la abogada anónima, aunque tenía que coger mi avión de regreso a media tarde.

Antes de despedirse, Fernando me dio un montón de papeles que había recibido de los presos de Pademba para que los leyera. Eran los testimonios de más de 20 reclusos en los que describían su vida dentro y fuera de la cárcel. Todos comenzaban: "Querido Fernando" o "Querido señor". En todas las cartas había elementos comunes: una sensación de injusticia ("francamente, no hay justicia para los pobres", decía uno), las enfermedades, la falta de medicamentos, las muertes en prisión, la suciedad de las letrinas, los alimentos que tenían que comer, las aguas estancadas que bebían, la imposibilidad de lavarse nunca de verdad y, pese a todo, su fe en Dios.

He aquí algunos extractos de la nota escrita por Issa Kamara, de 15 años:

"Fecha de llegada a la prisión de Pademba: 5 de febrero de 2010. Condena: tres años. Crimen cometido: rompí el cristal de un coche... Mi madre y mi padre están vivos, pero no vivo con ellos porque no tienen con qué mantenerme, así que eso me hizo salir a la calle con mis amigos. Dormíamos en el gueto y dormíamos en el suelo. Cuando me despierto por la mañana voy con mis amigos a empujar una carretilla. A veces mis amigos no me dan dinero, solo me dan comida para que coma... Cuando llegué a Pademba Road me sentí mal. Somos siete en la celda. Cuando me despierto por la mañana tengo frío, dolor, dolores malariales. La comida no es buena. Cuando termino de comer no tengo agua para beber ni para bañarme. Yo iba a la escuela. Dejé de ir porque mis padres no tienen dinero... Cuando salga de esta prisión me gustaría ir a la escuela. Cuando termine mi educación me gustaría ser mejor persona en el futuro... Si tengo el dinero, me gustaría casarme... Y cuando esté libre de la prisión me gustaría volver con mis padres y les pediré que me vuelvan a llevar a la escuela. Si se lo ruego y me aceptan, no les dejaré solos. Lo juro por Dios".

¿Con quién se iría a vivir Abdul si saliera? En cualquier caso, lo primero era sacarlo de Pademba. Aparecí en el juzgado a las diez de la mañana, justo cuando Abdul y otros presos estaban llegando en un furgón verde de la policía, con sus manos morenas visibles a través de unas rajas de metal. Mis dos cómplices del día anterior, el "presidente" y el periodista, me esperaban, deseosos de volver a hacer negocios. El plan era pagar la fianza, sacar a Abdul, llevarlo a una farmacia para comprar las pastillas y cremas que necesitaba para sus diversas enfermedades y llevarlo después a la abogada, que había dicho que entendía muy bien lo necesario que era ayudar a los presos que salían a rehacer su vida. Pero las cosas no fueron tan sencillas.

Entré en una sala con paredes recubiertas de madera, presidida por una magistrada de aspecto imponente: cabello teñido de rojo, aire brusco, temiblemente eficaz. La sala estaba llena. Había 10 presos que aguardaban veredicto, entre ellos Abdul. Nos miramos a los ojos, él con una mirada suplicante, le saludé con la mano, asintió. Mis dos "agentes", hacia los que no sentía ningún rencor (se estaban ganando la vida a su manera), habían hablado ya con el fiscal de la policía, un joven de uniforme. El periodista, un joven solemne e intenso, me informó de que la libertad de Abdul iba a costar más dinero que la de los dos hermanos el día anterior. Iba a ser uno por el precio de dos: 320.000 leones. Dado que no estaba en situación de poder negociar, calculé cuánto dinero me quedaba y cuánto necesitaría para pagar el taxi hasta el ferry y el ferry hasta el aeropuerto, que salía a las tres de la tarde. Acepté pagar los 320.000, que en Sierra Leona -donde una pastilla de jabón puede tener un valor inmenso- parecen una fortuna, pero en realidad son unos 64 euros.

Llegó el turno de Abdul. La magistrada le preguntó cuántos años tenía. Dieciséis, contestó. Le miró confusa. "¿Y estás en Pademba?". "Sí". Ella anotó algo y le ordenó volver a su asiento. Iba a tardar más que el caso de los dos hermanos. Fui a la calle a cambiar más dinero y cuando volví hablé con mi otro agente, el "presidente del tribunal", mayor, más experto en maniobrar por los pasillos de la justicia del país, pero también más ocupado, corriendo arriba y abajo sin dejar de hablar con gente. Suponía que él se iba a quedar con la mayor parte del dinero, pese a que, como había explicado claramente su socio, habría que pagar unos cuantos sobornos más antes de saber exactamente cuánto les quedaba a ellos. El presidente dijo que tendríamos a Abdul en la calle en cuestión de una hora. Eran las once. Muy bien. Todavía había tiempo.

Esperé fuera con el periodista. Un bullicio de gente, esperando, como yo. Por un canalón a lo largo de la pared del edificio caía un chorro amarillo verdoso. Hacía calor y me compré una fanta, una cosa que nunca bebo en casa, pero que aquí me supo a gloria. Me costó 30 céntimos de euro. Habían pasado dos horas y no había ni rastro de Abdul. Me hacían falta 40 minutos para volver al hotel y llegar al ferry -que si lo perdía, perdía el avión-, así que me quedaba una hora. De pronto pasó a mi lado Abdul, sonriente, seguido del policía y mi amigo el presidente. Tenían que sacarle la "foto" y firmar unos papeles. Diez minutos, dijo el presidente. Pasó media hora, y nada. Pensé que había que olvidarse de la abogada, del plan de buscarle un cierto amparo a Abdul una vez que recuperara su frágil existencia callejera. Pero por lo menos iba a conseguirle los medicamentos en la farmacia. El periodista entró en el edificio y volvió a salir. "Abdul dice que está muy contento y que será tu padre para siempre". Sí, pero si no le veo en la calle y en libertad, tú no recibirás tu dinero, le dije.

Me hizo subir por unos escalones y me condujo por un laberinto de pasillos. Papeles, papeles en todas partes; juicios y fianzas transmitidos por escrito; ni un solo ordenador. Mendigos, policías, mujeres lozanas y maravillosamente vestidas, golfillos descalzos, abogados con traje oscuro y corbata. Una vez más, era una escena sacada del Londres de Dickens. Nos detuvimos en una pequeña habitación en la que observé cómo la magistrada rellenaba muy despacio un formulario. Eran ya las dos de la tarde. Incapaz de contenerme, montando un espectáculo absurdo, me puse a maldecir. La magistrada alzó una ceja y siguió con lo suyo. Volví a salir, por temor a causar un incidente que diera al traste con toda la aventura; esperé 10 minutos más y entonces apareció Abdul, escoltado por mis dos conspiradores, libre. Me agarró la mano derecha con las dos suyas y no quería soltarla. Me miró a los ojos, transformado, con una sonrisa propia del niño que verdaderamente era, como si acabara de recobrar la salud. Me preocupaba que ya no tenía tiempo de ir a por las medicinas. Pagué la suma acordada a sus dos libertadores y luego le metí en el bolsillo un puñado de leones, por el valor de unos 40 euros, cantidad que seguro nunca había visto, ni imaginado ver, en toda su vida. Vete a la farmacia y luego vete a tu pueblo, al campo, intenta encontrar a algún familiar. Pero antes quédate por aquí y haz todas las comparecencias ante el tribunal que te exija tu fianza. El periodista y el presidente de la corte asintieron con rostro serio. Para ellos sería un problema -o eso dijeron- que él huyese.

Un taxista al que di mis últimos 40.000 leones me llevó por los peores barrios de Freetown, montañas de basura en los que la gente rebuscaba a la desesperada, un puente endeble sobre un río negro que daba la impresión de que te arrancaría la piel en 10 segundos si tenías la mala suerte de caer en él. Llegamos al ferry con solo unos segundos de margen. Mientras me ponía mi chaleco naranja vi a un hombre de unos 25 años que vendía ropa de colores en el embarcadero. No tenía manos. A mí no me quedaba dinero ni tiempo para comprarle nada. Ojalá hubiera podido. En el camino de regreso a casa pensé (como sigo pensando hoy) que quisiera haber hecho mucho más por Abdul, haber cumplido la encomienda que me había dejado Fernando. Pero luego pensé en todos los demás presos de Pademba Road a los que me gustaría haber ayudado, pensé en el rostro desolado de un chico que estaba sentado junto a Abdul en el juzgado y que sabía que él no iba a ser el afortunado beneficiario de este hombre blanco, y pensé en los millones y millones como ellos en África por los que no podía hacer nada, y en cuánta brutalidad y cuánta corrupción hay en el continente, pero cuánta bondad también, y cuánta alegría y cuánta sensualidad y cuántas lecciones que podrían enseñarnos, pero que no aprendemos los demás, que no se nos ocurre ni tomar en cuenta, por culpa de la maldita pobreza en la que viven.

Está sentenciado a año y medio de prisión por el robo de un móvil en su escuela. una ayuda, muchas víctimas. Abdul Sesay estaba en una celda en la que dormían 60 personas. Dice que tiene 16 años; parecen 12. Desde los 9 vivió solo en las calles de Freetown. Sesenta euros le sacaron de la cárcel. Tuvo suerte. Millones y millones de chavales como él no tendrán el mismo destino. La decisión final. . Muchos necesitan acudir docenas de veces antes de ser juzgados y pueden pasar años encerrados antes de recibir una sentencia que en algunos casos puede ser exculpatoria.


1 comentario:

Terox dijo...

¿Será que esos corruptos no piensan estar haciendo nada malo? ¿Será que para ellos es simplemente una forma de sobrevivir?